
José Antonio Suárez.-No hay tiempo, Viernes Santo, mediodía de sol en las almenas. No hay tiempo ni ruido. Sólo un imperceptible rumor sordo de centro de universo, de giro de pequeño planeta ensimismado.
En la antigua plaza ducal, centro de poder, se escenifica cada año, desde hace cinco siglos la pasión de Jesús: el mandato.
Mandato del tiempo, para que se conserve la tradición intacta, como el último tesoro impoluto.
Viernes Santo. Reloj calendario, tiempo, actitud ante la vida. Regreso. Rito de la primavera, aprendizaje, despertar a la vida. Así se aprende a formar parte del rito, a vestir la túnica, a ser insignia y estandarte, a sufrir ciñéndose la corona del costal. A vivir el cortejo del tiempo bajo la multitud de vencejos, arcos y rosas.

Y todo es posible gracias a este remanso del tiempo, Marchena, al resguardo de las corrientes pasajeras. Verdad de terciopelo, cardos y doseles, de moleeras, de mandatos y armaos entre torres, espadañas, callejuelas y placitas.
Arquitectura que de pronto se consuela y se sabe protagonista por un día. Plazuela de la amanecida ternura, calle de la amargura o del claustro abandonado, espadaña de la luna de marzo, torre de las lágrimas.

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